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Eurovisión ornitológica

PrietoSr.Prieto/

Me llamo Drika Zwaan y en la primavera de 1956 ingresé en prisión. Una fría noche de mayo, después de que mi celadora me encerrara entre rejas tras haber cenado con las demás reclusas, me llegaron los ecos radiofónicos de una melodía que deshacía el silencio cantada en holandés.

Me emocioné. Era la primera vez que oía mi lengua materna en el extranjero y se me escaparon unas lágrimas. En mis oídos penetraba amortiguada una voz femenina que entonaba: «en ninguna parte son los estanques tan azules como en Holanda […] en ninguna parte cantan los pájaros tan felices y alegres como en los prados de Holanda en primavera».

Entre aplausos, siguieron a ésta otras músicas; otros idiomas que creí reconocer. Al poco tiempo, el sueño me venció y en él huí de mi celda subida a unas alas, raptada por el viento. En el cielo azul pintado de azul, feliz allá arriba, volaba con mis cabellos al aire, con mi uniforme de rayas horizontales agitado por el céfiro. Un año pasó en un segundo y me convertí en un pequeño pájaro, me posé en una rama y un matrimonio inglés, mientras me señalaba, cantó: «hay un pájaro en una rama, hay una rama en un árbol, hay un árbol en el prado y allí es donde quisiera estar». A mi lado acudió un pajarito llegado de Finlandia y limó su pico antes de trinar «tipi-tii, tipi, tipi, tipi-tii». Se le unió una joven mariposa, roja y pigmentada de blanco como la bandera austriaca, y se pusieron a revolotear como dos aviadores, buscándose, alejándose.

«El pájaro eres tú, el niño soy yo», me decía un zagal con ojos de luz triunfante que me vio pasar a distancia, sobrevolando la tierra. Y es que, sin abandonar Dinamarca, me dirigía a Groenlandia, donde aterricé al amanecer y conocí a un pingüino. Estaba hecho un padrazo con sus dos crías pero anhelaba abandonar el helado suelo y ascender muy alto por el cielo, cerca del sol, atravesando el espacio. Se lamentaba por no conseguirlo tantas veces como lo intentaba. Ante el intenso frío, me vi obligada a termorregularme con el plumaje. Acto seguido roté mi cabecita para percibir mejor el canto de un tordo que tenía los pies congelados por el hielo. «Oh, acércate, temprano sol de la mañana y permite que se ablanden los pies del tordo», rogué, y levanté el vuelo encaminándome al Sur porque necesitaba imperiosamente acercarme a territorios cálidos.

Ya al anochecer, planeé sobre siete islas que oteé al norte de África. Me resultaron exóticas aquellas tierras y sus aves, los canarios. Siguiendo la luz de una luciérnaga llegada desde la lejana isla de Chipre, tomé tierra en lo alto de una palmera donde anidaban cuatro grancanarios muy cantarines que entre sí se hacían llamar Braulio, José, Ramón y Raquel. Al amanecer me despertaron sus alegres gorjeos ante la inminente visita de una paloma peninsular con la que iban a recordar una experiencia común del pasado, de altos vuelos. Los aplaudí batiendo con ímpetu mis alas, moviendo mi colita cuanto podía.

Decidí abandonar su compañía para volar y experimentar de nuevo la infinita sensación de libertad. En el cielo disfrutaba tanto como los peces en el agua de la playa que atisbé. La arena era un tupido mosaico multicolor que habían formado los humanos con sus toallas a modo de teselas. Me posé sobre una de color naranja y de inmediato llegaron a mí unas migas de pan traídas por la brisa marina. No me reprimí y fui dando buena cuenta de ellas hasta que una mano me atrapó aprovechándose de mi distracción. Me invadió el pánico al notar cómo sus dedos me subían a la altura de unos ojos sonrientes.
Mi raptor echó a correr y rápidamente entré, indefensa y vulnerable, en su apartamento de la costa. Abrió una segunda puerta que temí mucho más que la primera, y fui introducida en una jaula entre cuyos alambres revoloteé presa de la agitación. La calma acabó apoderándose de mi cuerpecito, decidí descansar en los listones y quedé sumida en un sueño, vencida por el cansancio acumulado tras mis largas horas de aventuras.

Cuando abrí los ojos, los alambres de la jaula se habían disfrazado y luego convertido en los barrotes de mi celda. Abracé mi sueño fuertemente resistiéndome a dejarlo marchar, aislada del exterior en aquel lugar de miedo, mientras caían pájaros del techo como gotas del cielo.

Comenzaba un nuevo día en mi prisión, un día igual al resto de días. Sólo por las noches el hastío desaparecía cuando me entregaba, como flor de libertad, a mi sueño de alas y música.

Este relato es un recorrido onírico por las canciones con más pluma, literalmente hablando, que han participado en casi seis décadas de Festival de Eurovisión. En general, cosecharon un éxito notable (una victoria en 1977, el subcampeonato de 1959, la séptima plaza en 1962, el noveno puesto de 1978, 1980 y 2013, y el décimo lugar en 2004), aunque también se contabilizaron fracasos (tres españoles, en 1976, 1985 y 2013; y uno lituano, en 1999). En 1992, incluso, el Festival contó con una mascota provista de alas: un elegante y simpático pájaro en el que se pudo ver una réplica nórdica de nuestro sevillano Curro de ese mismo año, o una versión made in Sweden del Pájaro Loco. Curiosamente, también tenía alas la malograda tercera mascota eurovisiva (Atenas 2006): una mariposa con cuerpo de micrófono que finalmente no pudo integrarse en la particular lepidoteca de Eurovisión (Austria 1972, Luxemburgo 1993, Bielorrusia 2010 y San Marino 2013). He obviado las aves de corral (por ejemplo, El Pollo o el pavo Dustin) porque de ellas hablaré en otra columna, prestando especial atención a las «gallinas» españolas.

Amigas y amigos de AVE…, quiero decir…, de AEV, para despedirme os dejo con una noticia de 1970 sobre el sorprendente primer festival paralelo de Eurovisión (sorprendente como sería la organización de Eurovisión el próximo año en una cárcel, la de Horsens):

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