Cero puntos
Permítanme comenzar este artículo haciendo una reflexión al estilo Punset (salvando las distancias) sobre el número cero, pero no se asusten porque más adelante la enlazaré con Eurovisión. El caso es que vivimos en un mundo rodeado de ceros. Sí, esos que quedan tan bonitos en nuestras cuentas bancarias… pero tan insignificantes cuando están a la izquierda de la coma. Esos dulces círculos achatados por el medio, cuando van de acompañantes, aportan un valor exponencial al dinero, a la demografía, a las medidas en general.
Sin embargo, de niños NO nos enseñan a valorar el cero en sí mismo, como número. En cualquier idioma se comienza a contar a partir del uno. De pasada, nos dicen que gracias al cero existe diez, mil, cien, los decimales… y los vemos en calculadoras, cronómetros, relojes digitales… pero nunca nos dan la oportunidad de enfrentarnos al cero a secas. Nos intentan demostrar la presencia del número “pi” (π = 3,14), del número áureo, los números primos, los compuestos… y sin embargo, parece como si se olvidaran deliberadamente del cero. De hecho, acuérdense de la que se lió con el inicio del siglo XXI, pues no sabían si empezaba en 2000 o en 2001, precisamente por esta falta de acuerdo sobre cuándo empezaba la lista. Solo al llegar a las clases de Filosofía (esas que desaparecen en las nuevas Leyes de Educación) nos dan una ligera idea de lo que significa, del porqué de su existencia… o de su ausencia.
Por desgracia, con o sin clases de Filosofía, la vida ya se encarga de repartirnos ceros a lo largo del camino. No hablo de los ceros bancarios (que ojalá también), sino de cada uno de los ceros solitarios que se imponen por sorpresa en nuestra existencia, aunque haya quien se empeñe en esconderlos u obviarlos. Esos ceros no se andan con chiquitas: nuestro primer cero en matemáticas es un gran mazazo. No digamos nuestro primer desamor, el cero amor que te clava la persona por la que bebes los vientos. La muerte, la humillación, la bancarrota… “Y sin ti la vida es un cero”, se atrevió a cantar Mecano.
El tabú del cero asola nuestras almas cual tsunami y, a veces, nos hace querer multiplicar a alguien por esta cifra, como sugería Bart Simpson. Quizá nuestro subconsciente nos acostumbra de tal manera a ignorar el cero que, cuando este llega, preferimos esconderlo u olvidarlo, pasar a otro tema. Lo que siempre nos han enseñado a hacer, claro.
Y ese mismo proceso de ocultación es lo que observo que sucede en Eurovisión. Es más, la sola idea de no recibir ningún punto (o recibir muy pocos), hace que muchos grandes cantantes ni se planteen participar en nuestro querido Festival. Temen pasar a la historia como aquel cero ridículo que puede arruinar la carrera de cualquier artista, un miedo totalmente fundado y comprensible. Lo que quizá no saben es que ha habido sonoros ceros que lograron resurgir de sus cenizas.
Por ejemplo, me sorprendió leer en un artículo de la última revista Olevisión que la gran cantante sueca Monica Zetterlung obtuvo cero puntos en el festival del 63, quizá porque el jazz no era el género más apropiado para una competición internacional. Sobre esta artista, por cierto, ha salido una película en 2013 (Monica Z). Imagino que esta gran mujer logró ignorar aquella fatídica cifra para luchar por sus sueños. Pero ya se trataba de una ignorancia que pasaba por la experiencia del fracaso, no una mera negación de su existencia, como nos intentan hacer creer en la escuela.
Después la vida de la Zetterlung fue bastante agridulce. Se dedicó al cine y a la televisión con gran éxito en Suecia, crió sola a su hija y llevó una tormentosa vida afectiva, hasta que una grave escoliosis hizo que acabara sus días en una silla de ruedas. La casualidad quiso que muriera en 2005 como consecuencia de un incendio en su casa de Estocolmo. Otro suceso que pasa a formar parte la historia negra del Festival, como lo hicieron Mia Martini o Tose Proeski. (Cuando leo estas cosas, irremediablemente me viene a la cabeza la fortaleza de la incombustible Lys Assia, la cual parece haber hecho un pacto con el diablo… y que nos dure muchos años más, a ser posible).
Lo cierto es que el cero, en el caso de Monica Zetterlung, no detuvo sus ansias de superación y consiguió salir adelante, en una situación para la que seguramente no estaba preparada. Supongo que en aquella época, aunque los sesenta eran años eminentemente optimistas y de bonanza, otro cero (el de la II Guerra Mundial) quedaba muy cerca y a la gente se le enseñaba no solo a levantarse de las caídas, sino a respetar y comprender al que se caía, de una manera mucho más humana. Básicamente porque habían probado el sinsentido de la guerra. De ahí la necesidad de unión de los pueblos de Europa que tuvieron Schumann con la Unión Europea y Bezençon con el Festival de Eurovisión. Pero todo esto son suposiciones mías, por supuesto.
Esa sensación de empatía con el “caído eurovisivo” es lo que pienso que falta en nuestros días. Quizá por la excesiva oferta y consecuente lucha de medios de comunicación y redes sociales, que alimentan una necesidad mercantil de enaltecer al glorioso y descuartizar al que falla, la gente se ha vuelto más insaciable a la hora de machacar a los que quedan últimos, más aún si reciben cero puntos.
Diría incluso que esa manera de lapidar al contrincante por parte de los medios, en ocasiones (insisto: en ocasiones), se traslada a la manera en que los propios eurofans nos relacionamos y, lejos de tomarnos esto como una agradable afición, parece como si la competición eurovisiva fuera motivo de duro enfrentamiento, de imposición de verdades y descalificaciones gratuitas. No creo que esto sea en absoluto beneficioso.
Tal vez algún día, en lugar de enfrentarnos, podamos ver y comentar películas sobre Remedios Amaya, Célia Lawson, Daníel Áugúst o sobre Gunvor, “ceropuntistas” sonados que seguramente vivieron historias de superación que nos enseñarían bastante más que las de algunos ganadores.