¡Últimas noticias!

Franco compró el 68

Miguel_AlvarezMiguel Álvarez /

La espera se le estaba haciendo eterna. Cirilo Palomeque, aterido, levantó el cuello de su gabardina, tratando así de protegerse de las frías ráfagas de aire y lluvia que le alcanzaban por mucho que tratase de parapetarse bajo el saliente de la garita que, ocupada por un guardiacivil con muy malas pulgas, se situaba delante de la puerta del Palacio del Pardo. El del tricornio le observaba de reojo mientras pasaba las páginas de su tebeo, las últimas aventuras de «Roberto Alcázar y Pedrín», a la vez que se quitaba el barrillo de las uñas con la punta de acero de la bayoneta de su arma reglamentaria.

Bastante había tenido con pagar de su bolsillo el taxi que le llevó de la sede de la Sección de Información del Alto Estado Mayor a la morada del Generalísimo, para luego caminar bajo la lluvia inclemente desde el lugar donde los vehículos eran autorizados a parar, hasta la entrada a Palacio.

La mala suerte había querido que pisara, además, una boñiga de caballo de la Guardia Mora de Franco. Con las hojas de los arbustos de los parterres había logrado paliar los estragos en su calzado y ropa, pero un tufo persistente le perseguía allí donde iba. Y ese destino no era otro que el despacho del Caudillo.

Cuando el Comandante Bermúdez le había comunicado dos meses antes que había sido seleccionado para una de las más altas misiones, la que iba a devolver a España a su lugar entre las Naciones de Occidente, a Cirilo Palomeque nunca se le hubiese ocurrido pensar que iba a recorrer Europa entera para acompañar a los embajadores españoles en sus citas con las más altas instancias de sus países de destino, y así comprobar que seguían las instrucciones de Su Excelencia al pie de la letra. Fuese como fuese, España tenía que ganar Eurovisión.

De repente, la puerta de Palacio se abrió, y sin pensarlo dos veces, Palomeque se adentró en el amplio recibidor donde un desagradablemente sorprendido mayordomo le esperaba. Nuestro espía-héroe le entregó su gabardina al sirviente, quien, sujetándola con dos dedos, la situó en un armario camuflado junto a la puerta. «Su Excelencia el Generalísimo le espera«.

PalacioPardo 19

Lejos parecían quedar las largas horas de viaje en trenes nocturnos, que apenas le dejaban descansar con su traqueteo inmisericorde. Reuniones con los embajadores, quienes siempre arqueaban la ceja izquierda al leer las instrucciones que Palomeque les entregaba en mano en sobre lacrado. A más de uno se les escaparon expresiones tipo «el enano ya chochea«, rápidamente seguidas de nerviosas excusas y disculpas al percatarse de haberlo dicho en voz alta.

El mayordomo le precedía por los largos pasillos que llevaban hasta la impresionante puerta del despacho de Franco. Por el camino, el espía volvía de vez en cuando la mirada observando con bochorno las huellas de boñiga que inevitablemente dejaba su pie izquierdo en las mullidas alfombras centenarias. Cada dos o tres pasos restregaba disimuladamente la suela, confiando en que todo rastro desapareciese antes del crucial encuentro.

Las reuniones con los mandatarios internacionales fueron de lo más variopintas. En muchas de ellas estuvieron presentes directivos de las televisiones nacionales, quienes exigieron como contraprestación que TVE comprara series que jamás se llegaron a emitir, o contratara intervenciones o conciertos con grupos y cantantes raros de los que nunca se supo nada. Las reuniones más desagradables fueron con los belgas y los holandeses, quienes despidieron a los embajadores con cajas destempladas, mientras estos les contestaban a gritos haciendo referencia a lo blanditos que fueron los Tercios de Flandes y el Duque de Alba, «tenían que haberlos exterminado a todos«. Pero no todo fueron sinsabores. Los alemanes, temiendo una nueva victoria británica, y cabreados porque en las ediciones del festival el Reino Unido apenas les había votado en dos ocasiones con solo 1 y 2 puntos, prometieron lo que al final cumplieron: dar a España 6 de los 10 puntos que podían otorgar.

Finalmente, la puerta del despacho se abrió, y al fondo, el anciano dictador, envuelto en una bata de cuadros, mojaba las grasientas porras de su desayuno en un chocolate humeante. Sin levantar la cabeza, le espetó a nuestro protagonista: «Palomino, siéntese, no se quede ahí parado, ¡venga, venga, entrégueme esos sobres!»

Cirilo Palomeque avanzó titubeante, y temblando, le entregó las cartas a Franco. Dejando las porras a un lado, el dictador, lentamente, leyó una a una las respuestas de sus embajadores. No totalmente satisfecho con lo que leía, golpeaba la mesa con el puño, haciendo saltar gotas de chocolate sobre los documentos que esperaban su firma.

Finalmente, con su voz aflautada, se dirigió a Palomeque. «Esta gente no vale, no vale. Menos mal que Carrero va a poner orden en este guirigay. Yo ya no tengo fuerzas. Si por mí hubiese sido, el cantantucho ese, Juan Manuel Serrat, estaría ahora mismo en la cárcel. Vamos hombre, querer cantar en ese dialectillo de los catalanes. Menos mal que esa chica tan modosita, Massiel, ha aceptado cantarla. Las cuentas no me salen, no sé si lograremos ganar. Y sepa Usted, Palomino, que nuestra Gloriosa Patria necesita este triunfo para demostrar a la descreída Europa de la superioridad de los valores Nacionalcatólicos del Movimiento, que se manifiesta en todas las artes, incluida la música, la danza… ¡Tenemos joyas universales en nuestro patrimonio cultural musical: la Jota, por ejemplo!» Con un airoso gesto, con más agilidad de la que se le suponía, el anciano dictador se levantó de su silla, y simulando castañuelas con dos churros, se marcó unos compases de la jota «La Dolores».

massiel

Súbitamente el dictador paró en seco. Husmeando buscaba el origen de un hedor a boñiga que inundaba ya el despacho, pero agotado por el esfuerzo, volvió a sus porras con chocolate, cayendo dormido sobre la mesa en tres segundos. Rápidamente, un brazo tiró de Palomeque con fuerza, sacándole del despacho. «La audiencia ha terminado«.

En el viaje de regreso a Madrid, Cirilo Palomeque, meditabundo, tarareaba una canción que no le entusiasmaba, pero que se le había metido en la cabeza una vez más: «La, lalalá, lalalá, lalalá…«. Y pensó: «Esto no gana ni de coña«.