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Perritos calientes y salchichas

Jorge ToralJorge Tove/ Escribo estas líneas unas horas después del apoteósico triunfo de Conchita Wurst en el LIX Festival de Eurovisión de Copenhague, habiendo tenido el honor y el placer de presenciar en directo las actuaciones de mis favoritas (y no tan favoritas), viendo como el B&W Hallerne se caía literalmente ante determinadas actuaciones (entre ellas la de Conchita), y en definitiva, disfrutando de una experiencia inolvidable.

Una vez relajado, con la perspectiva y el bajón que da el silencio posterior a un subidón de adrenalina altísimo, bajo la lúgubre luz del cielo danés, me dispuse a leer todo lo que se comentaba en la red sobre el triunfo de Tom Neuwirth, cuyo personaje parece haber arrasado no solo en las webs eurovisivas, sino en todos los medios de comunicación mundiales, si me apuran.

 

 

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Conchita ha recibido felicitaciones de artistas como Ricky Martin, Cher o Elton John, lo cual deja claro que Eurovisión es un Festival de alto nivel y que traspasa fronteras, lleno de energía y en boca de todos (para bien o para mal), y que quien quiera seguir diciendo que es un acontecimiento hortera que no ve nadie (esa puyita que todo eurofan ha sufrido alguna vez), pues lo puede decir, sí, pero no tiene conocimiento alguno sobre el tema. Ya saben, el noble arte de hablar sin tener ni idea.

No es que esté yo en posición de dar lecciones a nadie sobre el Festival de Eurovisión; simplemente disfruto enormemente con él, me aporta emoción, cultura general, musical, artística… me da vida. Aun así, pasaré (dentro de mis limitaciones) a analizar algunas claves del triunfo de la Wurst, poniendo de relieve todos los aspectos que, a mi juicio, han influido para que llegara a ser la número uno en la memorable noche del sábado 10 de mayo. Más tarde, pasaré a contraponer esas claves generales con los posibles parecidos razonables de nuestro querido Festival con el savoir faire de Estados Unidos (de ahí el título).

Esa noche, ante todo, me impresionó la calidad técnica que todos pudimos ver tanto desde la grada como desde el sofá de casa; una calidad que sobrepasaba los límites alcanzados en Düsseldorf, Bakú y, desde luego, Malmö (conclusión confirmada por espectadores de muy diverso origen y pelaje).

Para empezar, pudimos gozar de una realización exquisita; una motivación y una emoción del público que, no sé si es común a todos los festivales, pero desde luego me pareció sobrecogedora; y por supuesto, una calidad interpretativa en la mayoría de las canciones y escenografías que será difícil de superar en las próximas ediciones.

El listón está muy alto, pero nunca se sabe hasta donde llega el límite humano y tecnológico de la UER y de los países participantes. Eurovisión está demostrando ser un referente indiscutible en organización de espectáculos. Un día, una amiga estadounidense me comentó que esa calidad que tanto nos abruma es una mera copia de los espectáculos que se realizan en Estados Unidos. No supe contradecirla, pues seguramente sea verdad que el germen del formato que vemos hoy en Eurovisión esté en los excelentes conciertos o entregas de premios que se realizan en ese país.

Lo que no me atreví a replicar (y por eso lo detallo aquí) es que los elementos que desempeñan un papel esencial en Eurovisión no tienen nada que ver con los que puedan intervenir en las galas que se celebran al otro lado del Atlántico (conciertos de Madonna, Beyoncé, la Super Bowl, etc.). Aquí, digamos que estamos ante una olla a presión de alianzas, diásporas, vecinismos, enemistades históricas o puntuales… aparte de lo estrictamente musical. Elementos que en EEUU suenan bastante ajenos, ya que allí cuentan con una alianza nacional fuertemente unida, con un amor casi maternal hacia su bandera y con pocas tensiones (por no decir ninguna) entre estados, sea cual sea el evento al que se asista.

Y si bien para muchos nuestro Festival no es el lugar para reivindicar nada ni para sacar a relucir o deslucir las ingerencias geopolíticas que se estén dando en ese momento, eliminar ese componente resulta prácticamente imposible e incluso, para muchos, sería un craso error. No se ha conseguido en 59 años (aunque sí ha mejorado considerablemente desde la combinación de jurado y televoto), conque imagínense si se hiciera ahora una especie de competición entre 26 cantantes sin país ni bandera; solamente con su nombre, su canción y su autor. Podría existir, sí… pero no me cabe duda de qué, más tarde o más temprano, supondría la desaparición del Festival.

Dicho esto, lo que realmente nos diferencia de los americanos, es esa complicidad única y compleja que parecemos tener todos los europeos –sean o no eurofans– durante esa unión momentánea que nos proporciona el Festival, con esa historia consagrada que se inició con un deseo de moderar las tensiones entre países y aunar fuerzas por una noche (o varias, desde que hay semifinales).

Y por último pero no por ello menos importante, me pregunto qué habría pasado con Conchita Wurst en el intervalo de la Super Bowl, o en cualquier acto de los MTV Awards o del X Factor estadounidense. Dudo que la hubieran invitado a participar, pero en tal caso, me pregunto si habría supuesto algo parecido a lo que pasa en Rusia, por muy antagónicos que sean (boicots, reacciones desmesuradas, revuelos mediáticos…).

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Espero comerme mis palabras y que dentro de unos meses demos la noticia de que la Wurst aparece en la Super Bowl o en los Óscar y triunfa en Estados Unidos tanto o más que aquí. Lo que está claro es que Conchita, tanto en Berlín como en Michigan o en Vladivostok, no deja indiferente a nadie. Tras su victoria, está abanderando una supuesta tolerancia que viene muy al caso, en respuesta a las recientes políticas de Putin, pero que está levantando ampollas entre mucha gente que ha sufrido vejaciones y ataques por su orientación o identidad sexual y se sienten ofendidos por lo que consideran un producto de marketing que no les representa (aparte de aquellos que, por su homofobia, no entienden ni quieren entender el mensaje que quería transmitir Tom).

En cualquier caso, Conchita ha abierto un debate en nuestra sociedad que me parece enriquecedor y que beneficiará sin duda la importancia del Festival de Eurovisión para reflexionar sobre temas candentes, por su actualidad y por la controversia que provocan: la distinción entre travestismo y transexualidad, la repulsa a ciertas conductas intolerantes, la libertad de imagen… Del mismo modo que algunas canciones quieren concienciar sobre el cambio climático o la deforestación, pues no veo por qué esta temática no puede abordarse. Insisto en que quizá no sea Eurovisión el momento ni el lugar para ello… pero es que, al fin y al cabo, por muy neutras que deban ser las letras, todas tienen un mensaje. Unas lo llevan más oculto que otras, pero lo que queda claro con esta victoria es que Europa se ha cansado de la típica canción de amor, y busca, aparte de belleza y originalidad, por qué no, algo de polémica y reflexión, aderezada con humor si es posible.

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Si a todo esto le añadimos que a veces se premia la imagen por encima la calidad musical (que en este caso, también tenía, aunque posiblemente no era la mejor canción), y que nunca llueve a gusto de todos, pues tenemos todos los ingredientes de un espectáculo de primer orden, muy vivo y con salud para muchos años.